pERSONAJe de largaS orejaS

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Curaduría: Anamely Ramos / Artistas: Juan Pablo Estrada y Camila Ramírez / Lugar: Centro de Desarrollo de las Artes Visuales (CDAV)

Ante el universo del hacedor de juguetes pensamos siempre en las manos. Trabajan lenta y laboriosamente sin movilizar nada y a nadie, sin algarabía. Ni parece que están haciendo arte. Crean posibilidades: formas para jugar, caminos del juego, deseo.

El narrador de cuentos tiene voz y su principal don está en hacerse escuchar. Su atención se centra, más que en hilvanar sucesos, en la performatividad de su acción, incluso cuando todo esté escrito y no hablado. Hay una voluntad de palabra, que se enreda sobre sí misma y se expande. Su voluntad es hacerse contagiosa, como un juego.

La identificación primera de ambos no es con el juguete ni con el niño que imaginamos sentado, a la espera. Definitivamente no es con el universo infantil, ni con la fantasía como acceso al otro, a un sueño. La fantasía no se satisface, se constituye, es el marco posible para desear. Lo que ven del otro lado en primera instancia, es a sí mismos, jugando.

Sin embargo, parte de su creación es conferir a los objetos o sucesos propiedades para ser deseados; son situados en el mundo propio de la fantasía y se convierten en sucedáneos de la imagen, en imaginario. El mecanismo de identificación generado termina en la creencia de que se puede, se debe incluso, tomar el cielo por asalto. Por este camino de la imaginación al poder, el hacedor de juguetes- narrador de cuentos, se acerca al revolucionario.

En pErsonaje de largaS orejaS la fantasía quiere revelarse en tanto paradoja: la fantasía constituye el deseo y al mismo tiempo es una defensa contra el deseo del otro, porque no pretende apropiárselo y sentir alivio. La narración no persigue un ideal sino muestra una realidad interpretada desde el margen, desde lo que parece no importar. La narración no es aleccionadora. Habla de un mundo que cae y de quien lo ve, el narrador en primera fila. La narración no nos resulta extraña pero sí el lugar que nos es dado en ella, como cuando nos revelan un secreto que ya conocíamos. En lugar de curiosidad o de catarsis nos sentimos incómodos ante la pérdida del silencio colectivo. El deseo se defiende contra el deseo.

El revolucionario se vuelve un pordiosero. Ha accedido al universo de lo irónico. Construye con residuos y su esfuerzo parece más condescendiente que transformador. Comprende el mundo que le tocó vivir y lo impulsa, para poder continuar en él. Deja un sabor extraño. Su sacrificio no es redentor, acontece en ese punto en que el reconocimiento de la fragilidad es una fortaleza que solo él presiente. Desde ella narra su historia dentro de la Historia en que vive y es sometido. Encuentra el Carnaval de los animales de Saint Saens y se entretiene en imaginar un mundo en que los animales son acompañados por nosotros. Siente la tentación de depositar en ellos la solución salvifica pero no cede, sonríe. No se arriesga. Genera la fantasía como un reconocimiento y de manera inverosímil siente placer en su solitaria condición. El revolucionario ha vuelto a ser niño. Lo que desea es jugar.